martes, 15 de diciembre de 2015

Lou Reed / John Cale - Songs for Drella (1990)


Un tele 14 pulgadas arriba de una mesita, en el cuarto. Un día me fui al campo y cuando volví estaba prendida. Tenía cable. Lo primero que vi ahí fue La vaca y el pollito. De niño me despertaba temprano los sábados y veía en Warner los dibujitos de Amblin, la productora de Spielberg (AnimaniacsTinyToons¡Fenomenoide!PinkyElvirayCerebro). También en esa tele, a los once años, vi los 180 minutos de El barbero de Siberia

Ahora: tendría 15, 16 años. Era, o soy, un poco insomne. Me quedaba muchas noches haciendo zapping. Así vi Bajos instintos. Otra madrugada pesqué Factory Girl. Sienna Miller hace de Edie Sedgwick, Guy Pearce de Andy Warhol. Dicen que Dylan le dedicó a Edie por lo menos dos canciones: “Like a Rolling Stone” y “Leopard-Skin Pill-Box Hat”. Pienso que “Style it Takes” habla de ella. No sé si esa película es buena, no la volví a ver. Tengo, sin embargo, en mi mente algunas imágenes: Andy con una de sus superstars (Nico o Holly, supongo o con Ondine, el que le puso Drella), respondiendo a medias una entrevista (¿o era Ultra Violet? ¿o era Candy Darling, a quien está dedicada “Candy Says” y cuya foto en el lecho de muerte ilustra la tapa del maravilloso disco I’m a bird now de Antony and the Johnsons?); una moto; un papá rico.

Después, la cascada de youtube: las horas del Empire State Building, de un hombre durmiendo. Andy comiendo una hamburguesa. Y Joe Dallesandro, en las películas de Paul Morrisey. Vi Trash, Flesh, vi Heat. Todas me aburrieron (me dormí en la mitad de Flesh, creo), todas me impactaron muchísimo. De pronto entendí que el arte no tiene por qué ser divertido, que puede ser intencionalmente aburrido y me pregunté: si Warhol era tan estúpido y estaba tan ansioso por ser rico como todos dicen ¿por qué hizo o produjo estas películas insufribles, invendibles? Vi Chelsea Girls (uno de los primeros films norteamericanos en usar split-screen). Leí los diarios, entrevistas, vi cuadros “originales” (bueno, sin las comillas: originales) en museos. Compraba la National Geographic, arrancaba las fotos grandes de animales y les dibujaba con oleo pasteles sombreros, lentes, barbas, les escribía cosas encima. Repetir cosas, imágenes, procesos, palabras. Enumerar sin sentido. Nombrar cosas. Trabajar mucho, sin parar. Decir: primero, esto, después, aquello y tercero y final: nada.

Warhol borró en mí todo sentimiento romántico hacia el arte. No creía en la inspiración, ni en el genio, ni en las musas. Hacía cosas, copiaba cosas minuciosamente, manchaba fotos, recortaba, pegaba. Le pintaba los labios a Mao, también. Inventaba cosas. Y era un observador magnífico de su mundo, que se parece al nuestro como una semilla al árbol. Supo el poder de las imágenes, de las películas, de los sonidos y de la tele. Entendió el negocio del arte a la perfección. Borró en mí todo sentimiento romántico hacia la persona. No creía que fuéramos únicos, que fuéramos especiales. No creía en los nombres, no reconocía a la gente por las caras. Cambiaba nombres, cambiaba caras (ese era su mundo: un lugar donde la gente elegía quien quería ser). Tenía la idea del disfraz: de la ropa como disfraz y de la personalidad como disfraz. La idea de la imitación, la idea de que las máquinas pueden, a veces, ser mejores que las personas; sin duda más interesantes y más entretenidas. 

Un día, no sé cómo en una época pre-torrent, encontré Songs for Drella. Me asustaba un poco con la tapa de ese disco, con el fantasma Warhola ahí en medio de esos seres sólidos, en blanco & negro. Yo había visto Blue Velvet y vería Twin Peaks para aprender una semiótica de los suburbios, pero “Small Town” me sonaba a designio aunque el pueblo no fuera tan real, sino más bien un pueblo que es un país. Después una invitación, casi una súplica: “Fly me to the moon / fly me to a star”. Y Lou Reed que dice “But there are no stars in the New York sky / they’re all on the ground” y una media sonrisa que asoma. Después vienen “Trouble with Classicists”, “Starlight”, “Faces and Names” e “Images”, todas canciones que son un tratado del arte pop.

A partir de ahí el disco se vuelve un poco tétrico. Pierde todo lo “-ella” (de Cinderella) y pasa a un “Dra-” de Drácula completo. Y el vampiro es, también, una tensión con lo moderno. Una tensión sexual, de revelado exotismo (la familia de Andy era del pequeño pueblo de Miková, ex Imperio Austrohúngaro) y espíritu urbano. Contada en sus tediosos Diarios, la terrible historia de los tiros que la feminista radical V. S. le pegó en el pecho es el comienzo de una nueva vida para Andy. Contada por Lou en “Andy’s Chest”, de Trasnformer o en “I believe”, es una violenta transformación, un patético paso al no-ser del espectro. El miedo, el dolor, la soledad. Todo eso. Cosas de la adolescencia y de siempre. Yo pasaba, al final, con pánico los seis minutos y medio de “A Dream”, oía indolente “Forever Changed” y sus guitarras y encontraba, en “Hello It’s Me”, más allá de las referencias personales, la despedida perfecta.

Sé ahora que Songs for Drella es un disco que me va a acompañar toda la vida, como Lou Reed y John Cale. Me sé todas las canciones y siempre, como ahora, me canto “Work” cuando pienso “esto puede esperar”. Lo cierto es que nada puede esperar y Andy lo sabía a la perfección. Cuando murió, entre dolores, sospecho que no sabía lo que había hecho. Era sólo un dibujante de zapatos. Y eso está bien.

Si este disco fuera tres palabras sería “kiss”, “eat”, “couch”.

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