Este disco iba a ser una cosa que al final no fue. Disco, casi un arcaísmo, como decirle televisión a una serie de Netflix. Ya ni siquiera se precisa grabadora de CD para publicar un... conjunto de canciones. No hay LP, ni EP. Ni siquiera P. Sin copyright, ni copyleft, ni copynada. Una soledad de no ser ni Esquizodelia, ni Estampita, ni Nikikinki. El fantasma de Myspace. Bienvenidos a la generación bandcamp.
Un bandcamp, entonces, que iba a ser un compilado. La vida es un arma, y a veces el tiro sale por la culata. O no sale. O sale otra cosa. Se iba a llamar DETROIT, que suena muy parecido a destroy, una palabra que define muy bien un conjunto de bandcamps que escarban en la mugre de lo que hay más abajo que el lo-fi. No-fi. Anti-fi. Va un poco más allá de la desprolijidad; es un gusto. Hacer un agujero en la bolsa como agujero negro para descubrir más abajos que sintonicen con una rotura que siempre es de adentro. Ahí están el Pelado Popdestroy, evidente desde el seudónimo, pero también Oneill (hasta que saque el disco que está grabando en Feel de Agua más o menos desde que Riki Musso estaba feliz con el Cuarteto), Ojos de Videotape, el Canciones inconclusas de Comunismo Internacional, o Darvin Elizondo solo y acústico, libre de sus pedales acumulativos. Puede ser pop, punk, balada, coso: lo que importa son las grietas, el musgo que le ganó a la pared, el micrófono blanco de computadora como mástil para ninguna bandera.
Desencanto sonoro que se empasta con otro, político. "Grabado en una cueva", confiesa Juan Peralta, porque afuera no hay nada. "La revolución del Benzodiazepina" abre el disco; podría ser un punk si tuviera una batería tan marcada como su rabia. La revolución como epilepsia a domesticar. La revolución que es tan colectiva que no entra en una cueva. La revolución, esa máquina que se come a la libido. Esa cosa seria. Esa forma de nunca estar de acuerdo.
Muchas voces de Juan Peralta, porque es un disco solitario: la única compañía es el reverb, las sobregrabaciones y la copilota Caryl Chessman, un alma vacía cuya identidad algunos sospechamos pero no vamos a andar quemando. Caryl toca, sin conocimiento de causa, una nota de violín en "Insectos veloces": una cita a otro triste, Cabrera, y un amor complicado, ambiguo, lleno de resacas y una cuota de odio. Caryl también canta en "Asunto de referencia". El suicidio otra vez. Es un retrato, una foto sacada por una cámara de celular de dos megapíxeles que le robó dos megapíxeles de alma a una rota de la noche. Ella casi seguro que tiene cerquilo y está no posando contra el empapelado sucio del Gallo Rojo (que hoy es un lugar luminoso, lleno de sushi: del saque al sake), a una hora de la madrugada en la que todo parece equivocado. La foto está movida. No había mucha luz. Baja resolución. No-fi. Ella viste mangas largas para tapar los cortes en las muñecas, casi seguro no tiene cartera y sigue chupando Pilsen a pesar de que se mezclan con los antidepresivos en el estómago flaco en contra de toda recomendación de diez de cada diez doctores. Es de las que intentan no ser minita. De las que no saben estar solas y por eso están mal acompañadas. De las que ganan al pool.
Del tsunami de acordes golpeados hacia abajo al arpegio delicado de "Jugar al héroe", con un estribillo mántrico que repite saigón hasta que todo se cansa y se desinfla. "La ciudad de los huesos", con unas volteretas melódicas con retrogusto a Calamaro, ofrece unas gotas de pop dulce entre tanta basura intencionada: "Un cráneo lleno de espejos / en la ciudad de mis huesos". El primer indicio de estribillo en un discbandcamp que casi no los tiene porque las canciones parecen estar desarmándose, desganándose o resignándose a medida que suenan. Un estribillo es una marca, un regreso, y en La vida es un arma no se vuelve a ningún lado.
La noche de seis tracks termina con "Al fin la tormenta", de rima imperfecta, que viene a romper un poco el clima. En un disco de alegrías cortas y ácidas como un vino picado, "al fin" suena a un bálsamo, a la frescura de una siesta después de una noche de excesos, de las diez de la mañana a las tres de la tarde, cuando la ciudad se detiene en la eutanasia del domingo. El vino, justamente, arranca la letra. Cortado a cuchillo, siempre en caja. Siempre encaja. "Al fin la tormenta llega al campo", dice el segundo casi estribillo, como en unas vacaciones ya frustradas por la falta de playa y de plata, un escenario donde la tormenta es un alivio lo más bíblico que se permite la gente atea. Hay un féretro helado (que aparece dos veces; la segunda, con la voz octavada de Caryl, como si en La vida es un arma sí se pudiera regresar a ese lugar, al ataúd) y un tren que empieza a acelerar, la tristeza de una AFE que le aceptamos a los ingleses para que nos perdonaran la deuda y que hoy es un medio de transporte con poco prestigio, roto y ruidoso para el oído aburguesado, y un conjunto de galpones donde pasan cosas que nadie quisiera describir en voz alta. "Lo que aban / donamos", dice en cuotas uno de los versos.
Entonces, el monólogo de Caryl, apenas modulado, recitado como un antiteatro, lo contrario a lo que haría Tabaré Rivero. No es un monólogo: es un solo de tristeza. La tristeza es el instrumento, por supuesto musical, que vibra en un "qué chistosa la vida" (la misma que es un arma; qué chistosa) amargo como una lamida de aloe. En la letra que figura en el bandcamp, la primera frase dice "y sin embardo". Un error. O no.
Al fin la tormenta, pero Caryl extraña el calor espeso (que aparece pronunciado espes-, sin terminar. Esta gente tiene un tema con los finales), esa estafa climática que parece importada de Saigón en que las camisetas se pegotean con el cuerpo, cuesta respirar, pican los tatuajes como marcas de mortífago, los viejos sienten sus articulaciones que ya no articulan, los perros se ofuscan y todo futuro parece imposible o al menos empapado. Son tres minutos de canción que deberían durar más, por lo menos un par de horas, y se programan en loop en la mente igual que un buen jingle o el recuerdo sadomasoquista de un error. Pero la vida es un chumbo y se queda sin balas: la canción se apaga, se muere, se llueve, se desmorruga, se automedica, se duerme con favores químicos en un sonido que deja de ser voz para convertirse en algo que raspa la garganta desde adentro. Al fin la tormenta llega, y este bandcamp drogadicto, honesto y lo más brillante que puede ser algo sucio se suspende por lluvia.
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Si este disco fuera un tatuaje, sería éste: en Ciudad Vieja, por la zona del Mercado del Puerto que ofrece un mediocre paraíso a los extranjeros de día y mucho vicio de noche, hay una pareja que baila tango. Torres García, porquerías de cuero de flacas vacas, mates que van a terminar en repisas de otros países y que jamás van conocer la satisfacción de estar llenos de yerba lavada por sucesivos ataques de agua de termo. Preciosa y gentrificada, la zona se llena de acentos y te cobra 60 pesos un jugo de naranja porque ahí, aunque seas uruguayo, sos turista. La pareja -viejo él, triste ella- baila el tango como se debe: por dinero. Ella tiene unos zapatos altísimos y gastados que dejan ver dos dedos de sus pies con las uñas pintadas de un bordó propio de una mujer 40 años más vieja, pero tiene medias color persona. ¿Medias cortadas en la punta? Si uno se detiene un poco en las piernas que dan vueltas, se enganchan y se rechazan como dos serpientes en una relación "es complicado", se da cuenta de por qué: en una de las pantorrillas demasiado redondeadas para un cuerpo tan flaco, hay un tatuaje largo, del tamaño de una caja de cigarros de costado; una hora y media de pinchazos y tinta que, parece, no combinan con el arrabal y tiene que desaparecer o quedar menos evidente, borrosa, velada en blanca tarde, debajo de una capa de náilon. Si este disco fuera un tatuaje, sería ese.
Federico de los Santos.
El blog mas autocomplaciente de la galaxia. FELICITACIONES
ResponderEliminarGracias. Es verdad que nos damos cuenta de lo buenos que somos. Lástima que nuestros haters no estén a la altura :(
EliminarHay un par de tristes de lmqt que están como locos. Pobres.
ResponderEliminar"La música que todos".
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