lunes, 2 de marzo de 2015

The Jimi Hendrix Experience - Electric Ladyland (1968)




Son las 3 a.m. del 14 de enero de 2004. Sobre la cómoda descansan los baqueteados discos de The White Stripes, Eminem, The Strokes y Beck. Sobre la cama y el piso una montaña de revistas y diarios creen estar siendo acomodados por un meditabundo yo que por ahora sostiene una revista y vuelve a leer viejos artículos que hablan del sujeto protagonista de esta noche. Muchos de los artistas que admiro lo tienen como influencia primordial; las radios, los rankings hablan del mito, la leyenda, el Dios, lo ponen en las estrellas y lo bajan a tierra para colocarlo en un altisonante pedestal. Termino un artículo, paso a otro, termino, salteo las veinte páginas de publicidad y me detengo en el artículo definitivo: Pete Townshend hace hincapié en la creación artística de ese sujeto que lo convertía en un ser especial y místico, continúa con una serie de alabanzas y culmina con un célebre gesto de religiosidad punk que invoca a cogérselo en un baño.



Antes, entre las 0 y la 1 a.m. me deleité repasando el pasado de otros, ese que tiene como estandarte la música grunge y el rock alternativo, y en el que yo con regocijo elijo vivir como presente. Después, entre la 1 y las 2 a.m., casi con recelo volví a escuchar aquellos discos de mi generación que nada tienen que ver conmigo ¿Qué puedo a hacer?, soy de una generación de entre la 1 y las 2 de la madrugada.

Pero ahora son las 3 de la mañana, la generación retro pasó por mí y aún sigo hurgando en papeles viejos. Pete Townshend rompía guitarras, penetraba con ellas parlantes y siempre me había parecido elegante. Hoy no es solo eso, es también un gurú espiritual que me arenga a reinvestigar en aquellos discos que hace unos años había grabado en cassettes de la radio Music One. Entre la montaña de papeles encuentro la caja de cassettes y comienzo a decantar las opciones que no me habían convencido del sujeto en cuestión: «Are you Experienced ya lo escuché. Este que es el segundo también. Electric Ladyland: este no».

Es con este disco de Hendrix que la cosa cambia y comienzo a ver a Townshend con una deslucida toga blanca y sentado sobre una rama de araucaria. Ya conocía algunas canciones como la versión del tema de Bob Dylan "All Along The Watchtower" y “Voodoo Child”, pero con Electric Ladyland, el primer disco producido por el propio Hendrix, empiezo a escuchar y disfrutar canciones que duran más de doce minutos. Es evidente que la ayahuasca en el palabrerío de Townshend me acaba de afectar y comienzo a entender a un disco como una obra sinécdoque de la naturaleza, que por esa “casualidad” es un disco y que bien podría ser cualquier otra belleza de la creación. 

Desde "...And the Gods Made Love" percibo algo raro y distinto, luego comienzo a sumergirme en un ambiente y en una experiencia que ningún otro disco ha logrado brindarme. El sonido. Cuando digo sonido no hablo de “tocar bien”, hablo de un sonido que parece estar en la misma sintonía en la que me muevo fuera de mi mente, lejos de lo racional y logicista. En este disco el sonido parece ser algo completamente libre de todo prejuicio, pecado e interés. La guitarra por momentos es un torbellino que Hendrix pretende controlar con sus manos y al instante es un ave que retiene con las mismas el tiempo justo para después liberarla. Con “Voodoo Child” me introduzco en un mundo de blues experimental y psicodélico: estoy sentado en uno de esos bares de películas de detectives y comienzo a indagar en las miradas, los gestos, el humo de los cigarrillos y el entrañable tintinear de ciertas luces de neón. Con “Come on”, un rock mezclado con soul, animoso y eréctil, tomo viento en la camiseta, bailo con algunas partes del cuerpo e idealizo con súper orgasmos mientras algunas minas y minos del bar corresponde con la mirada.

Cuando el disco llega a "1983... (A Merman I Should Turn To Be)" (mi canción preferida del disco)  el sonido adquiere connotaciones cósmicas e inusuales. Miro por la ventana, y con solo mirar emprendo un viaje. Veo una luz azul, y es la distancia entre mi brazo estirado y el vacío: una luz que baja desde el cielo y se enreda en los tendidos eléctricos y árboles, y que por momentos adopta comportamientos sinestésicos con los animales, las plantas y el viento. Con  “All Along The Watchtower", Hendrix logra que Bob Dylan sea esa luz. Lo lleva a dar una vuelta por la galaxia, le hace dar la mano a Thanos y luego lo baja a tierra en la tabla de Silver Surfer.

Son casi las 4 de la mañana y no hay metáforas ni efectos de ácido lisérgico; al igual que Townshend mi mente realmente proyecta esas imágenes. “Yo no estaba drogado con LSD, veía esas imágenes”, dice Townshend en el final del artículo de la revista. El disco culmina; no así su estela. Miro al Townshend de toga blanca ensangrentada y al hacerle preguntas no pretendo que me responda: ¿Por qué en este disco Hendrix hace un sonido tan a tono con lo irracionalmente agradable? ¿Por qué este disco me transporta a constantes momentos de epifanías? ¿Por qué no todas las personas sienten lo mismo cuando lo escuchan? ¿Qué no están viendo que algunos vemos? Tal vez sea un misterio; tal vez esté bueno pensar esa idiotez y todas las idioteces que los medios se valen para generar mitos comerciales. Pero aunque me produzca una extraña sensación de debilidad decir que Electric Ladyland es el único disco que me estremece y estremecerá de belleza, no puedo más que sucumbir ante profusas sensaciones. Finalmente Townshend baja de la araucaria y se cuelga la Rickenbacker. Al intentar hacerla arder en llamas en seguida se da cuenta que debe reventarla contra el piso. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

Si este disco fuera de un elemento de la tabla periódica, sería uno sin peso atómico.

2 comentarios:

  1. Es un detalle formal y quizá menor, pero el finado se llamaba Jimi, no Jimmy.

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